ARTÍCULO DE OPINIÓN
Por: Stefany Mena Campos
La madrugada del 16 de julio de 1984, la violencia se desató con una crueldad difícil de narrar. La masacre de Soras, en la región de Ayacucho, fue uno de los capítulos más atroces del conflicto armado interno en el Perú, y aún hoy es una herida abierta en la memoria nacional. Aquella mañana, cerca de 200 senderistas disfrazados con uniformes del Ejército interceptaron un bus en las alturas de Huancapi, capital de la provincia de Víctor Fajardo. Los pasajeros, campesinos de distintas comunidades, no sabían que comenzaban un viaje sin retorno.
Los miembros de Sendero Luminoso habían preparado la operación con precisión escalofriante. A lo largo del trayecto entre Huancapi y Soras, realizaron diversas paradas, en las cuales bajaban a grupos de pasajeros. Uno a uno, eran llevados a las afueras de las comunidades, donde eran ejecutados de forma sistemática, acusados de colaborar con las rondas campesinas o el Estado. La cifra oficial de muertos varía entre 109 y 117, pero las comunidades afectadas sostienen que fueron muchos más.
La madrugada del 16 de julio de 1984, la violencia se desató con una crueldad difícil de narrar. La masacre de Soras, en la región de Ayacucho, fue uno de los capítulos más atroces del conflicto armado interno en el Perú, y aún hoy es una herida abierta en la memoria nacional. Aquella mañana, cerca de 200 senderistas disfrazados con uniformes del Ejército interceptaron un bus en las alturas de Huancapi, capital de la provincia de Víctor Fajardo. Los pasajeros, campesinos de distintas comunidades, no sabían que comenzaban un viaje sin retorno.
Los miembros de Sendero Luminoso habían preparado la operación con precisión escalofriante. A lo largo del trayecto entre Huancapi y Soras, realizaron diversas paradas, en las cuales bajaban a grupos de pasajeros. Uno a uno, eran llevados a las afueras de las comunidades, donde eran ejecutados de forma sistemática, acusados de colaborar con las rondas campesinas o el Estado. La cifra oficial de muertos varía entre 109 y 117, pero las comunidades afectadas sostienen que fueron muchos más.
Los testimonios que lograron salir a la luz relatan escenas de terror: niños obligados a presenciar la ejecución de sus padres, mujeres separadas de sus familias, hombres arrodillados frente a fusiles sin escapatoria. Las víctimas eran en su mayoría agricultores, comuneros sin ninguna relación con el aparato militar, convertidos en blanco solo por vivir en zonas donde la resistencia al senderismo comenzaba a organizarse.
Soras, un pequeño distrito ayacuchano olvidado por el Estado, se convirtió en símbolo del abandono y del horror. No hubo presencia militar que impidiera la matanza. No hubo justicia inmediata. Durante años, las familias de las víctimas convivieron con el silencio, el miedo y el estigma.
No fue sino hasta décadas después que el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación incluyó este crimen entre los más atroces del conflicto armado interno. La Comision de la Verdad y la Reconciliación no solo documentó lo ocurrido, sino que también hizo visible la indiferencia del Estado hacia los pueblos andinos que sufrieron los embates tanto del terrorismo como de la represión militar. A más de 40 años de la masacre, las comunidades siguen exigiendo justicia y reparación. La memoria de Soras no puede ser borrada. Es un recordatorio de lo que ocurre cuando el Estado se ausenta, cuando la violencia ideológica convierte a los inocentes en enemigos, y cuando el país olvida a los suyos. En las alturas de Ayacucho, el eco de aquel 16 de julio aún resuena, pidiendo que nunca más una tragedia como esa se repita. pregunta incómoda: ¿cuántas veces más se deberá gritar para que alguien escuche?una pregunta incómoda: ¿cuántas veces más se deberá gritar para que alguien escuche?
Soras, un pequeño distrito ayacuchano olvidado por el Estado, se convirtió en símbolo del abandono y del horror. No hubo presencia militar que impidiera la matanza. No hubo justicia inmediata. Durante años, las familias de las víctimas convivieron con el silencio, el miedo y el estigma.
No fue sino hasta décadas después que el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación incluyó este crimen entre los más atroces del conflicto armado interno. La Comision de la Verdad y la Reconciliación no solo documentó lo ocurrido, sino que también hizo visible la indiferencia del Estado hacia los pueblos andinos que sufrieron los embates tanto del terrorismo como de la represión militar. A más de 40 años de la masacre, las comunidades siguen exigiendo justicia y reparación. La memoria de Soras no puede ser borrada. Es un recordatorio de lo que ocurre cuando el Estado se ausenta, cuando la violencia ideológica convierte a los inocentes en enemigos, y cuando el país olvida a los suyos. En las alturas de Ayacucho, el eco de aquel 16 de julio aún resuena, pidiendo que nunca más una tragedia como esa se repita. pregunta incómoda: ¿cuántas veces más se deberá gritar para que alguien escuche?una pregunta incómoda: ¿cuántas veces más se deberá gritar para que alguien escuche?
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