ARTÍCULO DE OPINIÓN
Por: Stefany Mena Campos
Era la madrugada del 18 de julio de 1962 y en Lima no cantaban los gallos: retumbaban tanques. Las radios interrumpieron su programación con una voz firme que anunciaba que las Fuerzas Armadas habían tomado el poder. El general Ricardo Pérez Godoy, jefe del Comando Conjunto, aparecía como el rostro del nuevo régimen. La democracia, una vez más, había sido interrumpida.
Todo había comenzado semanas antes, con unas elecciones presidenciales que arrojaron un resultado incómodo para la élite militar: Víctor Raúl Haya de la Torre, el eterno líder del APRA, estaba a punto de volver al poder, aunque sin alcanzar el tercio necesario de votos para asumir directamente la presidencia. Según la ley, el Congreso debía decidir entre los tres candidatos más votados. Los rumores de pactos, presiones y acuerdos bajo la mesa crecían como incendios en los cafés políticos de Lima.
Para los militares, el regreso del APRA era una amenaza directa. No olvidaban la sublevación de 1948 ni las tensiones pasadas con el civilismo. Así, bajo el pretexto de "preservar la institucionalidad", los altos mandos se reunieron en secreto y prepararon un golpe quirúrgico. En las primeras horas del 18 de julio, cercaron Palacio de Gobierno, cerraron el Congreso y forzaron la renuncia del presidente Manuel Prado.
Era la madrugada del 18 de julio de 1962 y en Lima no cantaban los gallos: retumbaban tanques. Las radios interrumpieron su programación con una voz firme que anunciaba que las Fuerzas Armadas habían tomado el poder. El general Ricardo Pérez Godoy, jefe del Comando Conjunto, aparecía como el rostro del nuevo régimen. La democracia, una vez más, había sido interrumpida.
Todo había comenzado semanas antes, con unas elecciones presidenciales que arrojaron un resultado incómodo para la élite militar: Víctor Raúl Haya de la Torre, el eterno líder del APRA, estaba a punto de volver al poder, aunque sin alcanzar el tercio necesario de votos para asumir directamente la presidencia. Según la ley, el Congreso debía decidir entre los tres candidatos más votados. Los rumores de pactos, presiones y acuerdos bajo la mesa crecían como incendios en los cafés políticos de Lima.
Para los militares, el regreso del APRA era una amenaza directa. No olvidaban la sublevación de 1948 ni las tensiones pasadas con el civilismo. Así, bajo el pretexto de "preservar la institucionalidad", los altos mandos se reunieron en secreto y prepararon un golpe quirúrgico. En las primeras horas del 18 de julio, cercaron Palacio de Gobierno, cerraron el Congreso y forzaron la renuncia del presidente Manuel Prado.
Los testigos recuerdan una ciudad paralizada por el miedo. En los mercados no se hablaba de precios, sino de la lista de los detenidos. Los periódicos del día siguiente, sometidos a censura, apenas alcanzaban a informar lo esencial: el país tenía una nueva Junta Militar de Gobierno, presidida por Pérez Godoy. Las imágenes que sobreviven de esa jornada muestran a los generales posando serios, en un salón lleno de banderas, mientras la incertidumbre se apoderaba del resto del país.
Historiadores como Antonio Zapata recuerdan este hecho como “una herida más en la historia republicana”, marcada por la fragilidad democrática. Otros como Carmen McEvoy subrayan que aquel golpe fue también una señal de cómo los militares buscaban ser árbitros de la política, en un país donde la inestabilidad parecía norma.
El golpe no duraría mucho. Pérez Godoy sería depuesto por su propio compañero de armas, Nicolás Lindley, al año siguiente. Sin embargo, el daño estaba hecho: se habían cancelado las elecciones de 1962 y se convocaría a nuevos comicios en 1963, que finalmente darían el triunfo a Fernando Belaúnde Terry.
Hoy, más de seis décadas después, ese 18 de julio aún resuena como un ejemplo de los fantasmas que persiguieron a la democracia peruana durante buena parte del siglo XX: el miedo, el poder de las botas y la eterna tensión entre voluntad popular y orden castrense.
Historiadores como Antonio Zapata recuerdan este hecho como “una herida más en la historia republicana”, marcada por la fragilidad democrática. Otros como Carmen McEvoy subrayan que aquel golpe fue también una señal de cómo los militares buscaban ser árbitros de la política, en un país donde la inestabilidad parecía norma.
El golpe no duraría mucho. Pérez Godoy sería depuesto por su propio compañero de armas, Nicolás Lindley, al año siguiente. Sin embargo, el daño estaba hecho: se habían cancelado las elecciones de 1962 y se convocaría a nuevos comicios en 1963, que finalmente darían el triunfo a Fernando Belaúnde Terry.
Hoy, más de seis décadas después, ese 18 de julio aún resuena como un ejemplo de los fantasmas que persiguieron a la democracia peruana durante buena parte del siglo XX: el miedo, el poder de las botas y la eterna tensión entre voluntad popular y orden castrense.
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