domingo, 20 de julio de 2025

LA AREQUIPEÑA QUE MURIÓ CON EL ROSARIO EN LAS MANOS

CRÓNICA
Por: Karen Pinto Cahuana

El 26 de julio de 1602, en el corazón de Arequipa, nació Ana de los Ángeles Monteagudo, una niña que desde muy temprana edad parecía destinada a una vida de oración y entrega. Hija de Sebastián de Monteagudo de la Jara, español de linaje noble, y Francisca Ponce de León, dama arequipeña, Ana fue entregada a los tres años al Monasterio de Santa Catalina, donde las monjas dominicas la acogieron como una hija espiritual. Allí, entre muros de sillar y silencios sagrados, comenzó su formación, rodeada de rezos, lecturas bíblicas y el ejemplo de Santa Catalina de Siena, a quien tanto admiraba.

Pero sus padres, con otros planes, la retiraron del convento años después, esperando un matrimonio conveniente. Ana, sin embargo, no escuchaba a los hombres. Escuchaba a Dios. A pesar de las presiones familiares y las expectativas de su tiempo, sintió un llamado claro: consagrarse por completo al Señor. Tras años de oración y lucha interior, a los 16 años, en 1618, ingresó formalmente al noviciado y tomó el hábito como Sor Ana de los Ángeles, abrazando para siempre la regla de Santo Domingo de Guzmán.  
Vivió más de seis décadas dentro del claustro, sin salir jamás del monasterio. Pero su influencia trascendió los muros. En 1647 fue nombrada Maestra de Novicias, Sacristana y Priora. Como superiora, lideró una profunda reforma espiritual, devolviendo al convento a la austeridad y al fervor de los orígenes. No todos lo aceptaron. Algunas religiosas resistieron, incluso la ofendieron. Pero Sor Ana respondió con paciencia, perdonó en silencio y ofreció sus sufrimientos por la unidad de la comunidad.

El silencio era para ella el camino hacia Dios. El Santo Rosario, su oración diaria, su arma espiritual. Se cuenta que, durante la noche, los demonios intentaban arrebatarle el rosario, pero ella lo apretaba con fuerza, murmurando avemarías hasta que la paz volvía. También tenía una devoción especial por las almas del Purgatorio, a quienes llamaba “sus amigas”, y rezaba por ellas sin descanso.

El 10 de enero de 1686, a los 83 años, fue encontrada sentada en su celda, con las manos cruzadas y el rosario firmemente sujeto entre los dedos. Parecía dormida. Había muerto en paz, como vivió con fe, humildad y entrega total.

Pasaron los siglos. Su memoria no se apagó. En 1900, el Padre Vicente Caicedo fundó los “Círculos Monteagudo” para promover su causa de beatificación. Fue un camino largo, acompañado por miles de fieles. Hasta que, el 2 de febrero de 1985 , el papa Juan Pablo II la proclamó beata en una ceremonia multitudinaria en Arequipa. Fue la primera monja de clausura de América en ser beatificada .

Este año, al cumplirse 40 años de su beatificación y 339 de su muerte, el Monasterio de Santa Catalina recreó su celda con fidelidad: el hábito blanco y negro, el lecho de troncos y cueros de oveja, y ella, representada en reposo, con el rosario en las manos. Misa solemne, procesión y oraciones recordaron su legado. No fue una santa de viajes ni de milagros públicos. Fue una mujer de clausura, de silencio, de amor inmenso.

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